1 de mayo de 2015

Cartas desde el Gulag

La Voz de Galicia

La historiadora rumana Luiza Iordache acaba de publicar el más completo trabajo sobre los republicanos españoles presos en los campos de concentración de Stalin. En él se incluyen las cartas que algunos gallegos enviaron denunciando su condición de esclavos y pidiendo su liberación

14 de julio de 2014 

El pasado 2 de abril se cumplieron sesenta años de la llegada a Barcelona del buque griego Semíramis, fletado por la Cruz Roja francesa y que trajo de vuelta a España desde Odesa (Unión Soviética) a 220 prisioneros de la División Azul -el grupo de voluntarios españoles que sirvió a Hitler en la Wehrmacht, el ejército alemán de la Segunda Guerra Mundial, entre 1941 y 1943-. La dictadura franquista preparó un recibimiento triunfal, tal y como relataba Giorgios Potamianos, hijo del armador: «Cuando nos acercamos a puerto aparecieron escoltándonos lanchas, barcos y hasta avionetas. Había tanta gente en el puerto que algunos cayeron al agua, y cuando atracamos, asaltaron el barco y la popa se llenó de tanta gente que el Semíramis empezó a escorarse peligrosamente. Recuerdo que pensé: después de haber superado once años en campos de trabajo y una travesía, ahora pueden morir ahogados en el puerto de Barcelona».
Por los altavoces se pidió a la gente que abandonara el barco. «Había un entusiasmo como no he vuelto a ver nunca», aseguró Potamianos. Pero entre el pasaje no había solo miembros de la división fascista, exultantes al volver a un país donde el Régimen los acogía con los brazos abiertos. A bordo del Semíramis también regresaba un grupo de republicanos españoles que habían pasado por el mismo largo cautiverio y que volvían con el corazón en un puño, entre la alegría de volver a ver a sus familiares y la incertidumbre de cómo se integrarían en la nueva situación política.
Diecisiete años pasaron estos pilotos y marinos republicanos sin poder salir de la Unión Soviética. Los primeros habían sido enviados a la base aérea de Kirovabad (hoy en Azerbayán) para recibir entrenamiento, y allí estaban cuando Franco entró en Madrid en 1939. La base cerró y los aviadores fueron dispersados por varios campos de concentración hasta acabar en la región de Karagandá (Kazajistán), uno de los núcleos del gulag estalinista. Allí se encontraron con tripulantes de varios mercantes españoles que habían sido incautados por la URSS en 1941, tras la entrada de los rusos en la Segunda Guerra Mundial.
Los marinos de uno de estos barcos, el Cabo San Agustín, vivieron su particular infierno en la telaraña de campos de trabajo comunista. Primero fueron enviados a Norilsk, una localidad de Siberia situada 300 kilómetros por encima del Círculo Polar Ártico. Los duros trabajos -fueron empleados en la construcción de una carretera y tenían que arrancar grandes bloques de hielo con barras de hierro-, la falta de ropa adecuada, enfermedades como el escorbuto, la disentería y el tifus y jornadas laborales de 12 horas al aire libre, en una zona que en invierno llega a los 50 grados bajo cero, diezmaron a los españoles. En tres meses murieron ocho, entre ellos los gallegos José Plata y Rosendo Martínez, de A Coruña. Así lo pone de manifiesto la historiadora rumana Luiza Iordache, profesora en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Internacional de Cataluña, que acaba de publicar En el gulag (RBA), un exhaustivo trabajo que arroja luz sobre la oscura historia de estos republicanos abandonados a su suerte.
Posteriormente los trasladaron a Karagandá, conocida como «la estepa del hambre», donde pasaron por los campos de concentración de Spassk y Kok-Uzek. En este último permanecieron cinco años, desde 1943, sobreviviendo cómo podían a los malos tratos y todo tipo de penurias. «El objetivo del gulag era económico, un rendimiento que se calculaba por los metros cúbicos de troncos cortados, por las toneladas de carbón extraídas o por los kilómetros de vía de tren construidos, metas alcanzadas con la vida de millares de presos -explica Iordache a La Voz-. Pero el gulag era también terrible: las masas de presos desarraigadas y despojadas de su identidad y sus derechos básicos, tratadas como ganado bajo la arbitrariedad y la brutalidad de los guardias durante los largos años de condena».
Un par de años después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el régimen de incomunicación al que estaban sometidos -y que provocó que en algunos casos sus familiares en España celebrasen funerales por aquellos que seguían vivos a miles de kilómetros- se relajó un poco. Pudieron así empezar a enviar mensajes a sus allegados, unas veces a través de tarjetas postales de la Cruz Roja y otras por medio de terceras personas. El ourensano José Romero Carreira consiguió mandar, escrito en un pedazo de tela que portaba una prisionera alemana liberada, un mensaje para que fuera remitido a la mujer del presidente de Estados Unidos, Eleanor Roosevelt.
En sus cartas, los españoles dejan patente su desesperación por una situación injusta y que no acaban de comprender. «Nosotros, gente sin un credo político firme, deseamos la vuelta a la patria sin importarnos el matiz político del gobierno», escribe Romero Carreira. Precisamente, su deseo de regresar a un país fascista era uno de los escollos para que las autoridades soviéticas diesen su brazo a torcer. Las misivas no ocultan la durísima realidad -«sometidos a malos tratos y trabajos forzados, considerados como esclavos», denuncia el lucense Pedro Armesto- y reflejan la constancia del grupo de marinos y pilotos en su lucha por la libertad.
Gracias a estas cartas, la campaña internacional puesta en marcha para pedir su liberación consiguió dar sus frutos y en 1954, un año después de la muerte de Stalin, embarcaban en el Semíramis. El tiempo pasó y cubrió de oscuridad su historia, que ahora resurge de la mano de esas voces del pasado. Para Luiza Iordache, este «testimonio de puño y letra», en el que se plasman el dolor y la supervivencia en el gulag, es clave «para reconstruir la historia de otro horror del siglo XX y que la memoria no se pierda».


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