La Voz de Galicia
La historiadora rumana Luiza Iordache acaba de publicar el más completo trabajo sobre los republicanos españoles presos en los campos de concentración de Stalin. En él se incluyen las cartas que algunos gallegos enviaron denunciando su condición de esclavos y pidiendo su liberación
El pasado 2 de abril se cumplieron sesenta años de la
llegada a Barcelona del buque griego Semíramis, fletado por la Cruz Roja
francesa y que trajo de vuelta a España desde Odesa (Unión Soviética) a
220 prisioneros de la División Azul -el grupo de voluntarios españoles
que sirvió a Hitler en la Wehrmacht, el ejército alemán de la Segunda
Guerra Mundial, entre 1941 y 1943-. La dictadura franquista preparó un
recibimiento triunfal, tal y como relataba Giorgios Potamianos, hijo del
armador: «Cuando nos acercamos a puerto aparecieron escoltándonos
lanchas, barcos y hasta avionetas. Había tanta gente en el puerto que
algunos cayeron al agua, y cuando atracamos, asaltaron el barco y la
popa se llenó de tanta gente que el Semíramis empezó a escorarse
peligrosamente. Recuerdo que pensé: después de haber superado once años
en campos de trabajo y una travesía, ahora pueden morir ahogados en el
puerto de Barcelona».
Por los altavoces se pidió a la gente que
abandonara el barco. «Había un entusiasmo como no he vuelto a ver
nunca», aseguró Potamianos. Pero entre el pasaje no había solo miembros
de la división fascista, exultantes al volver a un país donde el Régimen
los acogía con los brazos abiertos. A bordo del Semíramis también
regresaba un grupo de republicanos españoles que habían pasado por el
mismo largo cautiverio y que volvían con el corazón en un puño, entre la
alegría de volver a ver a sus familiares y la incertidumbre de cómo se
integrarían en la nueva situación política.
Diecisiete años pasaron estos pilotos y marinos
republicanos sin poder salir de la Unión Soviética. Los primeros habían
sido enviados a la base aérea de Kirovabad (hoy en Azerbayán) para
recibir entrenamiento, y allí estaban cuando Franco entró en Madrid en
1939. La base cerró y los aviadores fueron dispersados por varios campos
de concentración hasta acabar en la región de Karagandá (Kazajistán),
uno de los núcleos del gulag estalinista. Allí se encontraron con
tripulantes de varios mercantes españoles que habían sido incautados por
la URSS en 1941, tras la entrada de los rusos en la Segunda Guerra
Mundial.
Los marinos de uno de estos barcos, el Cabo San
Agustín, vivieron su particular infierno en la telaraña de campos de
trabajo comunista. Primero fueron enviados a Norilsk, una localidad de
Siberia situada 300 kilómetros por encima del Círculo Polar Ártico. Los
duros trabajos -fueron empleados en la construcción de una carretera y
tenían que arrancar grandes bloques de hielo con barras de hierro-, la
falta de ropa adecuada, enfermedades como el escorbuto, la disentería y
el tifus y jornadas laborales de 12 horas al aire libre, en una zona que
en invierno llega a los 50 grados bajo cero, diezmaron a los españoles.
En tres meses murieron ocho, entre ellos los gallegos José Plata y
Rosendo Martínez, de A Coruña. Así lo pone de manifiesto la historiadora
rumana Luiza Iordache, profesora en la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Políticas de la Universidad Internacional de Cataluña, que acaba de
publicar En el gulag (RBA), un exhaustivo trabajo que arroja luz sobre
la oscura historia de estos republicanos abandonados a su suerte.
Posteriormente los trasladaron a Karagandá,
conocida como «la estepa del hambre», donde pasaron por los campos de
concentración de Spassk y Kok-Uzek. En este último permanecieron cinco
años, desde 1943, sobreviviendo cómo podían a los malos tratos y todo
tipo de penurias. «El objetivo del gulag era económico, un rendimiento
que se calculaba por los metros cúbicos de troncos cortados, por las
toneladas de carbón extraídas o por los kilómetros de vía de tren
construidos, metas alcanzadas con la vida de millares de presos -explica
Iordache a La Voz-. Pero el gulag era también terrible: las masas de
presos desarraigadas y despojadas de su identidad y sus derechos
básicos, tratadas como ganado bajo la arbitrariedad y la brutalidad de
los guardias durante los largos años de condena».
Un par de años después de la finalización de la
Segunda Guerra Mundial, el régimen de incomunicación al que estaban
sometidos -y que provocó que en algunos casos sus familiares en España
celebrasen funerales por aquellos que seguían vivos a miles de
kilómetros- se relajó un poco. Pudieron así empezar a enviar mensajes a
sus allegados, unas veces a través de tarjetas postales de la Cruz Roja y
otras por medio de terceras personas. El ourensano José Romero Carreira
consiguió mandar, escrito en un pedazo de tela que portaba una
prisionera alemana liberada, un mensaje para que fuera remitido a la
mujer del presidente de Estados Unidos, Eleanor Roosevelt.
En sus cartas, los españoles dejan patente su
desesperación por una situación injusta y que no acaban de comprender.
«Nosotros, gente sin un credo político firme, deseamos la vuelta a la
patria sin importarnos el matiz político del gobierno», escribe Romero
Carreira. Precisamente, su deseo de regresar a un país fascista era uno
de los escollos para que las autoridades soviéticas diesen su brazo a
torcer. Las misivas no ocultan la durísima realidad -«sometidos a malos
tratos y trabajos forzados, considerados como esclavos», denuncia el
lucense Pedro Armesto- y reflejan la constancia del grupo de marinos y
pilotos en su lucha por la libertad.
Gracias a estas cartas, la campaña internacional
puesta en marcha para pedir su liberación consiguió dar sus frutos y en
1954, un año después de la muerte de Stalin, embarcaban en el Semíramis.
El tiempo pasó y cubrió de oscuridad su historia, que ahora resurge de
la mano de esas voces del pasado. Para Luiza Iordache, este «testimonio
de puño y letra», en el que se plasman el dolor y la supervivencia en el
gulag, es clave «para reconstruir la historia de otro horror del siglo
XX y que la memoria no se pierda».