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PÍO GARCÍA |
Perico Cepeda (Málaga, 1922) llegó a la Unión Soviética a
los 15 años, acompañado por su hermano Rafael. Ambos fueron 'niños de
la guerra', jovencitos que escaparon del horror español para encontrar
un refugio seguro en el supuesto paraíso comunista. Perico, un muchacho
simpático, hablador y cantarín, descubrió pronto que el hermoso celofán
de la propaganda roja escondía una realidad tenebrosa. Nada más pisar
tierra rusa, fue trasladado a Samarcanda (Uzbekistán) y luego a Tiflis
(Georgia), vivió recluido en un orfanato y tuvo que trabajar como
lubricador de máquinas textiles para ganarse unos rublos. Su hermano
Rafael aún tuvo peor suerte: humillado por la miseria, acabó en el hampa
y fue encarcelado por robo. «Mi vida en este país -escribió Perico a
sus padres- ha sido verdaderamente una odisea, fatigas, hambre,
padecimientos y sufrimientos».
El destino de Perico Cepeda pudo cambiar gracias a su
prodigiosa voz. Tras ser examinado en un conservatorio, consiguió un
puesto en el teatro Stanislavski de Moscú. Pero unas complicaciones
vocales y la posterior intervención quirúrgica truncaron la carrera
musical de Perico, que se vio de nuevo en la calle y obligado a buscar
trabajo. Lo encontró como traductor en la embajada argentina. Harto de
penurias, quiso escapar de la Unión Soviética «a cualquier precio».
Anhelaba vivir en México, donde residían sus padres, pero las
autoridades moscovitas se negaban a conceder el permiso de salida a los
republicanos españoles que querían abandonar el paraíso estalinista: «El
verdadero comunista -decían los comisarios políticos- manifestará en
seguida sus deseos de quedarse en la URSS. El traidor, no lo dudamos,
preferirá marchar al extranjero».
Perico, desesperado, estaba dispuesto a jugarse «la
última carta» e ideó un plan de fuga con un antiguo capitán republicano,
José Tuñón, que trabajaba como dibujante en la productora
cinematográfica Moscú Suomo Films, y con dos miembros de la embajada
argentina: Pedro Conde y Antonio Bazán. Conde y Bazán regresaban a
Buenos Aires con todos los permisos legales y aceptaron esconder en sus
baúles a Perico Cepeda y a José Tuñón. «Ocultos bajo las grandes
herrajes hicimos dos orificios muy bien disimulados para la renovación
del aire», explica Conde en sus memorias. Los dos republicanos españoles
adelgazaron más de diez kilos para caber en ellos y, durante tres
meses, hicieron varias pruebas de resistencia. Finalmente, el 2 de enero
de 1948, a las seis de la mañana, los diplomáticos argentinos salían
con sus pesados baúles rumbo al aeródromo Vnúkovo de Moscú. Perico
Cepeda había echado su «última carta» sobre el tapete.
El plan falló. Justo antes del embarque, detectaron
sobrepeso en el baúl de Antonio Bazán, en el que viajaba Perico. Debía
pagar un peaje especial. En rublos. El diplomático argentino sólo
llevaba dólares encima y los funcionarios se negaron a aceptar una
moneda extranjera. Bazán y su baúl tuvieron que quedarse en tierra. Al
menos, Pedro Conde y el otro republicano escondido, José Tuñón, pudieron
despegar con dirección a Praga, primera escala de un vuelo que les
debía conducir a París y a Buenos Aires. Pero Tuñón sólo aguantó 12
minutos. Llevaba seis horas encerrado. Comenzó a golpear el baúl y el
capitán de la nave, Piotr Mijailov, ordenó inspeccionar el avión. Una
vez descubierta la estratagema, aterrizaron en Lvov (Ucrania) y la
policía soviética comenzó a atar cabos. Los implicados confesaron bajo
torturas y el viceministro de Seguridad Estatal de la URSS, el teniente
general Ogoltsov, leyó la sentencia el 28 de julio de 1948: Perico
Cepeda y José Tuñón fueron condenados a 25 años de trabajos forzados en
campos de concentración. También cayeron, por colaboración con la trama,
el médico Julián Fuster Ribó (20 años) y el ingeniero Fancisco Ramos
Molins (10 años).
A 50 bajo cero
La biografía de Perico protagoniza parte de la
investigación de la politóloga rumana Luiza Iordache. Su Memoria de
Doctorado ('Republicanos españoles en el Gulag') recibió en 2007 el
premio anual del Institut de Ciències Polítiques i Socials de la
Universidad Autónoma de Barcelona, que ha editado el trabajo. Iordache
saca así a la luz la tragedia olvidada de un puñado de republicanos que
primero fueron derrotados en la Guerra Civil y que luego fueron
humillados por la Unión Soviética por haber cometido el insólito delito
de querer marcharse a otro país. Algunos buscaban una pizca de libertad;
otros, simplemente querían reunirse con sus familias. Iordache, a punto
de finalizar su tesis doctoral sobre la materia, prepara ya una
trilogía sobre la peripecia personal de estos españoles que huyeron del
franquismo para caer en las redes del estalinismo.
Perico Cepeda cumplió su condena en el campo de
concentración de Intá y luego fue trasladado al de Karagandá, en la
república de Kazajstán, lugar al que fueron a parar decenas de
republicanos españoles. José Tuñón tuvo peor destino: fue recluido en un
gulag siberiano, al norte del Círculo Polar Ártico. Sin abrigo ni
alimento suficiente, con los pies cubiertos por trapos, los presos
soportaban jornadas laborales de más de 12 horas a casi 50 grados bajo
cero, enterrados en nieve. No todos lo superaron. Iordache recoge el
caso de cinco pilotos españoles, Vicente Monclús, Joan Sala, Luis Milla,
Juan Navarro y Josep Gironés, que fueron condenados a construir la
línea férrea que unía Kotlás y Vorkutá. «En otoño de 1940, Navarro murió
sobre la vía. A Luis Milla lo deportaron a la estepa de Salsk, tras
debatirse un mes entre la vida y la muerte». Los otros tres lograron
escaparse del campo, pero fueron capturados y encerrados en un «calabozo
de castigo».
Pilotos, marinos y niños
La politóloga rumana revela que la represión soviética se
cebó con pilotos, marinos y niños de la guerra. Durante la Guerra
Civil, el gobierno republicano envió a varias promociones de militares a
la escuela aérea de Kirovabad (Azerbayán): allá aprendían a manejar los
aviones y luego regresaban a la península. Pero a la cuarta promoción
la derrota final le pilló en territorio soviético. Pese a los esfuerzos
didácticos de las comisiones enviadas por Moscú y por el PCE, que
trataban de hacer ver a los pilotos españoles la pésima situación de los
países capitalistas, la mayoría seguía empecinada en emigrar. Con la
excusa de preparar su traslado al extranjero, las autoridades soviéticas
los recluyeron en casas de reposo moscovitas. Meses después fueron
ingresados en cárceles, torturados y enviados al gulag. Parecida suerte
corrieron los marinos a los que el final de la Guerra sorprendió en los
puertos soviéticos de Odessa, Feodosia o Murmansk. En los primeros
momentos, algunos lograron regresar a España, pero quienes deseaban
marchar a otros países jamás obtuvieron el visado. En las cárceles se
toparon con varios niños de la guerra que, urgidos por la miseria y el
hambre, habían cometido robos y otros delitos. En total, Luiza Iordache
lleva más de 300 casos documentados de republicanos españoles víctimas
de la represión soviética. Algunos murieron; otros consiguieron por fin
salir del país tras la muerte de Stalin (1953).
Después de cumplir su condena, Perico Cepeda se casó con
una violinista rusa y recorrió la URSS dando recitales de ópera. Regresó
a España en 1966. Murió en 1984, tras una operación de cataratas. «Si
tengo mala suerte -había escrito a sus padres antes de meterse en el
baúl- no llorarme, sino odiar a todas las clases de dictaduras,
culpables únicas de todas las desgracias».
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Agustín Llona, Francisco Llopis y Juan Bote. Un marinero, un piloto y un maestro de los 'niños de la guerra'. Los tres acabaron en Siberia. |